26 de mayo de 2010

I. Gio

Giovanni Bonnet, mi nombre no me identificaba, no sentía nada al oirlo y era inútil conocerlo. De padre francés y madre puta, no fue una infancia feliz, ni dura, ni siquiera fue infancia, sólo un tránsito, intrascendental, apático, gris.
Mi interés por la vida, si es que alguna vez tuve, desapareció rápida y sutilmente. A los trece años ya no tenía vida, tan solo un cuaderno- que usaba a modo de diario circustancial, por llamarlo de alguna manera, era un "sucesario"- un bolígrafo rojo que me pareció necesario tener y un pequeño petate gris. Mi padre no se molestó en buscarme, si algo bueno tenía es que sabía cuando había perdido, aunque esta vez quizá fue demasiado pronto.
No me arrepiento. Las calles de Milan fueron el mejor remedio a mi ingenuidad, no sabía freir un huevo, me mantenía el parné de los turistas, descuidado inocentemente en los bolsillos de sus chaquetas. Don Carlo resultó especialmente productivo, demasiado diría yo. Y cierto fue, no tardé en conseguir un billete a Nápoles de la mano del Cappo más bipolar que conozco.
Me sorprendió no convertirme en adoquín milanés en ese instante, el Don tan sólo me asió de la solapa y comenzó a hablar:
-Una pequeña mierda que no me llena ni la suela del zapato me roba la cartera y no suplica por su vida.- hablaba despacio, sin variar el ritmo ni el tono, como un actor que se aprende su papel y lo recita sin ensayar, sin saber que está diciendo, como un mero peón del guión.- Deberías estar llorando, asustado, inquieto.- Continuaba la verborrea, que apenas escuchaba, mi mirada se mantenía fija en sus ojos, que bailoteaban entre los transeúntes. Realmente, mi condición apaciguaba los efectos del pavor, sabía qué era y sabía qué podía esperarme, no era indiferente, pero guardé mi compostura, no sé muy bien por qué, pero pese al inevitable miedo, no me importaba lo que pudiera hacer. Mi atención estaba más centrada en la imagen que me daba que en lo que decía.- ¿Cómo te llamas chico?
-Gio.- No necesitaba saber más, no quería saber más.
Continuó parloteando, apenas escuché. Llegó un coche blanco y subí, no se por qué lo hice, pero subí.
Consiguió descubrir mi nombre completo al leerlo en la tapa del cuaderno, que saqué para relatar lo ocurrido, no dijo nada. A partir de ahí poco me servían las impresiones que había adquirido. No habló en todo el viaje, algo que agradecí.
Nunca supe qué hacía en Milan, ni por qué yo iba a Nápoles en ese instante. No quise saberlo.
Sólo sabía que mi vida había cambiado, ni para bien ni para mal. Había renacido.