23 de junio de 2010

III. Chicago

Me desperté. Después de siete años aún no me había acostumbrado al incesante palpitar de la gotera del dormitorio, que aterrizaba en un abollado cubo de latón. Las 5:14. Me incorporé y llevé las manos al rostro. Tanto tiempo y seguía pareciéndome extraño todo aquello, era como un virus que tras acomodarse en mi vida crece, consumiendo poco a poco, extendiendo la apatía. Las paredes me asqueaban, el agua sabía a rata, las sábanas eran ásperas y el olor insoportable. Hice la maleta, con un traje y unos pocos harapos que había en mi armario. Cogí dinero, eso nunca me faltó, y llamé a un taxi. Mientras lo esperaba escribí unas frías palabras para mis anfitriones, para que no me siguieran. ¿Por qué me iba ahora?, no lo aguantaba más, sí, pero ¿por qué justo ahora?, podría esperar a encontrar un destino y huir entonces, pensarlo detenidamente para no tener que arrepentirme, quizá fuera una crisis. No. Las luces iluminaron la habitación y yo bajé, dejando a Samuel la carta, doblada. No la leyó, por lo menos hasta que me fui.
Monté en la parte trasera. Un suave "al aeropuerto" fue toda la conversación. Le pagué lo justo. Con la mirada gris y sin bajar la cabeza me dirigí a la ventanilla. Chicago sería mi destino. En el avión, escribí.

Sucesario...página 23 25/9
...El avión ha tardado dos horas en despegar. Un hombre tosco, con el pelo enmarañado y barba de tres días se ha sentado a mi lado. Lleva un periódico deportivo. Le agradezco que no diga nada. No pego ojo.
Ha amanecido. Sobrevolamos el Atlántico, sólo veo agua, la inmensidad del océano cubre mi mente hasta que la azafata me ofrece algo que rechazo sin saber qué es. El insomnsio me está matando.
Por fin tierra, no sé qué hora es, pero parece tarde. No he comido nada.

Al salir es todo gris. He alquilado un apartamento, es pequeño y las vías pasan junto a él. Aquí no se puede dormir, aunque para mi ya no es problema. Oigo gritos y un portazo, sirenas, un perro aullando y coches que atropellan charcos. El baño tiene un color amarillento repugnante, el espejo está roto y no hay agua caliente. Es mi sitio.

12 de junio de 2010

II. Napoli

Me despertó un intenso olor, el azufre penetró rápidamente en el coche. Era de noche. Don Carlo bajó, yo le seguí. El silencio y la oscuridad envolvían la escena con una atmósfera de angustia. Entramos por una gran verja de hierro y nos dirigimos hacia un pequeño caserío con un par de luces amarillas en las ventanas. Un relincho rompía la armonía de la noche. Estaba perdido, miraba todo, a la espera de reconocer algo, de encontrar algún elemento de esta extraña situación en el que poder apoyarme. Al llegar a la puerta un hombre delgaducho, nervioso por cómo se movía, saludó a Don Carlo y me miró con extrañeza.
Me restregué los ojos, no había tenido tiempo de despertarme. Entré junto a Carlo, incluso después de superarle seguía notando la mirada recelosa del hombre delgado. Paró al llegar a una enorme puerta doble, blanca con detalles dorados. La luz escapaba entre las hojas y el marco. Se volvió y me dijo que esperara, yo asentí. Cerró la puerta y esperé. Escuchaba murmullos apagados, no les presté atención. Permanecí inmóvil, intenando observar los detalles del oscuro recibidor. La alfombra era muy gruesa, me incomodaba la idea de poder mancharla con los zapatos. Allí era todo impoluto, perfecto. Había cuadros colgados, otras dos puertas y una escalera, de la que brotaba un leve haz de luz.
-¡Pasa!
Me quedé inmóvil mirando a la puerta, ¿se referiría a mí?. Sabía que sí, pero no estaba preparado para cruzar aquella puerta. Tampoco para no hacerlo. Esperé.
Se escucharon más murmullos y la puerta se abrió.
-Te he dicho que pases, Gio.- Ni si quiera me miró a la cara. Abrió, se giró y habló.
Entré.
Observé la sala. La luz invadía cada recoveco de la habitación. La decoración era perfecta, no había nada que desentonara, cada objeto estaba colocado a conciencia. Una mujer sentada en un sillón rojo, casi de terciopelo, me miraba con interés. Don Carlo salió por la puerta opuesta a la que daba al recibidor. No le volví a ver en toda la noche. De hecho, no le ví en lo que quedaba de semana.
La mujer se levantó al ver que la miraba. Con una sonrisa extrema, casi aterradora, se acercó y me dio dos efusivos besos. Yo permanecí inmóvil.
-Gio entonces, ¿eh?. Yo soy Paola. Un placer.- Su belleza era inegable, pese a las arrugas bajo las que escondía su rostro.
-Encant...- No me dejó hablar, ya la volvía a tener encima besándome como una madre al hijo que reencuentra después de veinte años.
-Ya conoces a mi marido, te encantará esto, ya verás. Te he matriculado en el colegio, el lunes empiezas. ¿Has comido algo? Debes estar hambriento.
-No tengo hambre.- Era mentira, pero me mareaba la velocidad con la que parloteaba, no sabía qué responder, por lo menos me aseguré una noche corta.
-Bueno, estarás cansado, mañana te contaré todo lo que quieras saber. ¿Te gusta la decoración?- Entró en la sala el hombre delgado.- Oh, este es Samuel, ya le has visto antes en la entrada. Te acompañará a tu habitación. Tienes que descansar, mañana encontrarás ropa limpia, quítate esos harapos.-
Era lo más parecido a una madre que había tenido en mi vida y ya la odiaba. Me repugnaba como hablaba, me trataba como si fuera un pobre niño desvalido en busca de su mamá. No soy el jodido Marco.
Samuel me dijo donde estaba mi habitación y salió a la puerta principal. Subí las escaleras. La luz del pasillo estaba encendida. El largo corredor, que solo tenía puertas en el lado derecho, seguía tras girar a la izquierda. No quise descubrir que habría en otra habitación que no tuviese la puerta abierta. La segunda era el baño. Entré en la tercera y cerré. Me tumbé sin sueño, había hecho 700 kilómetros dormido. Me dormí al instante.