9 de agosto de 2010

IV. H.C.

Frecuentemente bajaba por el boulevard, sobre las nueve de la noche, para respirar de la ciudad, del agua que no dejaba de caer, de los bloques de apartamentos con las paredes desconchadas por el paso de los años. Caminaba con un chubasquero, despacio, mirando cada rostro de la corriente humana que cruzaba. Todos andaban deprisa, golpeándome en el hombro sin inmutarse. Me ignoraban, alguno mantenía la mirada para rápidamente olvidar mi existencia. Hombres con maletines vacíos, mujeres con medias rotas, vagabundos… gente fascinante. Cada cara era un mundo y ninguna duraba en mi mente más de cinco segundos. Seguía buscando sin esperanza uno diferente, una expresión de calma y tranquilidad contagiosas, o quizá unos ojos inquietantes o un atuendo aterrador. No lo sé.

Cada noche bajaba un poco más, tardaba más en darme la vuelta y dirigirme a casa. Estaba ansioso por encontrarle. Mi tiempo se resumía en esa persona, cuando no paseaba pensaba en pasear, cuando comía sólo era para buscarle. Seguía sin pegar ojo.

Los domingos iba al teatro, costumbre que adquirí en Nápoles. Iba por obligación, lo odiaba, de hecho no prestaba atención a la obra, sólo a los personajes. Pero iba, tenía miedo de lo que pasaría si no lo hacía, de cómo ocuparía yo el tiempo. Aun no trabajaba, me sostenía el parné tomado de los italianos, y dados mis gastos, aún duraría varios meses más.

El recorrido era siempre el mismo, caminaba rápido las dos manzanas que me separaban del boulevard, casi corriendo, y una vez allí me detenía.

Tardé tres meses y veinte días en encontrarle. Le vi por primera vez a la altura del número 143, serían las once y media. Tenía un aura de triunfo inquietante, era superior al resto. Se movía con gracia, con la mirada cansada pero firme, con el sombrero calado hasta las cejas, oscureciendo casi la totalidad de su rostro. No le importaba mojarse, llevaba paraguas pero no lo abrió cuando comenzó a llover. No esquivaba a nadie, pero nadie chocaba nunca contra él, a veces daba la sensación de que atravesaba como una sombra sutilmente la muchedumbre que allí se aglomeraba. Era jueves.

Al día siguiente no le vi, ni el sábado. Tuve que esperar al martes para reencontrarme con él, en el mismo sitio y hora. Mi emoción tornó en euforia, y la euforia en obsesión. Comía cuando tenía hambre, y esto ocurría muy pocas veces. He llegado a pasar tres días sin probar bocado.

Todos los días salía a verle pasar, excepto los domingos. No sabía quién era y a la vez no necesitaba conocerle porque ya lo sabía todo de él. Tras dos semanas decidí seguirle, para ver hacia donde se dirigía, aunque solía perderle en menos de veinte metros. Era enero y la lluvia dejó su paso a la nieve, nieve sucia, marrón, casi agua a esas horas. No sé qué sería, abogado o periodista quizá.

Pasé los meses inventándole una vida, relacionando cada movimiento, cada arruga o cada prenda con cualquier pasado. Decidí llamarle Henry, le pegaba el nombre. Henry Cotton. Tras mediados de abril no le volví a ver.