12 de junio de 2010

II. Napoli

Me despertó un intenso olor, el azufre penetró rápidamente en el coche. Era de noche. Don Carlo bajó, yo le seguí. El silencio y la oscuridad envolvían la escena con una atmósfera de angustia. Entramos por una gran verja de hierro y nos dirigimos hacia un pequeño caserío con un par de luces amarillas en las ventanas. Un relincho rompía la armonía de la noche. Estaba perdido, miraba todo, a la espera de reconocer algo, de encontrar algún elemento de esta extraña situación en el que poder apoyarme. Al llegar a la puerta un hombre delgaducho, nervioso por cómo se movía, saludó a Don Carlo y me miró con extrañeza.
Me restregué los ojos, no había tenido tiempo de despertarme. Entré junto a Carlo, incluso después de superarle seguía notando la mirada recelosa del hombre delgado. Paró al llegar a una enorme puerta doble, blanca con detalles dorados. La luz escapaba entre las hojas y el marco. Se volvió y me dijo que esperara, yo asentí. Cerró la puerta y esperé. Escuchaba murmullos apagados, no les presté atención. Permanecí inmóvil, intenando observar los detalles del oscuro recibidor. La alfombra era muy gruesa, me incomodaba la idea de poder mancharla con los zapatos. Allí era todo impoluto, perfecto. Había cuadros colgados, otras dos puertas y una escalera, de la que brotaba un leve haz de luz.
-¡Pasa!
Me quedé inmóvil mirando a la puerta, ¿se referiría a mí?. Sabía que sí, pero no estaba preparado para cruzar aquella puerta. Tampoco para no hacerlo. Esperé.
Se escucharon más murmullos y la puerta se abrió.
-Te he dicho que pases, Gio.- Ni si quiera me miró a la cara. Abrió, se giró y habló.
Entré.
Observé la sala. La luz invadía cada recoveco de la habitación. La decoración era perfecta, no había nada que desentonara, cada objeto estaba colocado a conciencia. Una mujer sentada en un sillón rojo, casi de terciopelo, me miraba con interés. Don Carlo salió por la puerta opuesta a la que daba al recibidor. No le volví a ver en toda la noche. De hecho, no le ví en lo que quedaba de semana.
La mujer se levantó al ver que la miraba. Con una sonrisa extrema, casi aterradora, se acercó y me dio dos efusivos besos. Yo permanecí inmóvil.
-Gio entonces, ¿eh?. Yo soy Paola. Un placer.- Su belleza era inegable, pese a las arrugas bajo las que escondía su rostro.
-Encant...- No me dejó hablar, ya la volvía a tener encima besándome como una madre al hijo que reencuentra después de veinte años.
-Ya conoces a mi marido, te encantará esto, ya verás. Te he matriculado en el colegio, el lunes empiezas. ¿Has comido algo? Debes estar hambriento.
-No tengo hambre.- Era mentira, pero me mareaba la velocidad con la que parloteaba, no sabía qué responder, por lo menos me aseguré una noche corta.
-Bueno, estarás cansado, mañana te contaré todo lo que quieras saber. ¿Te gusta la decoración?- Entró en la sala el hombre delgado.- Oh, este es Samuel, ya le has visto antes en la entrada. Te acompañará a tu habitación. Tienes que descansar, mañana encontrarás ropa limpia, quítate esos harapos.-
Era lo más parecido a una madre que había tenido en mi vida y ya la odiaba. Me repugnaba como hablaba, me trataba como si fuera un pobre niño desvalido en busca de su mamá. No soy el jodido Marco.
Samuel me dijo donde estaba mi habitación y salió a la puerta principal. Subí las escaleras. La luz del pasillo estaba encendida. El largo corredor, que solo tenía puertas en el lado derecho, seguía tras girar a la izquierda. No quise descubrir que habría en otra habitación que no tuviese la puerta abierta. La segunda era el baño. Entré en la tercera y cerré. Me tumbé sin sueño, había hecho 700 kilómetros dormido. Me dormí al instante.

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