12 de enero de 2012

X. Frustración

Volvió el insomnio, no pegué ojo durante días. Durante los mismos días que Jana y Henry estuvieron desaparecidos. Sólo veía a Isaac, sólo hablaba con él, aunque muchas veces escuchaba murmuros lejanos por los pasillos del palacete. Pasó casi una quincena así, Isaac mientras me contaba historias sobre los Milites, pero me interesaban bastante poco. Una, sin embargo, me llamó especial atención, trataba del séptimo Grande, el anterior a mí, que durante el siglo XVIII llevó a cabo una serie de asesinatos medidos a gente completamente distinta entre sí, con un criterio que nadie hasta ahora ha conseguido entender, de ahí que le condenara la propia institución tras cuatro años de regencia. Sin embargo, tras su muerte, comenzaron a aparecer evidencias de que no actuaba a la ligera, que tenía un plan. Un plan que terminó con el motín del té de Boston. Las víctimas pasaban desde colonos ingleses en América hasta nativos africanos del Congo profundo, no tenía sentido. Isaac me confesó que ha estado estudiando ese caso desde que se lo dieron a conocer, y que ha comenzado a encontrar una correlación. El séptimo Grande había guardado datos numéricos sobre las víctimas, una derivación de la secuencia de Fibonacci con coordenadas. Ni Isaac ni yo supimos cómo podía elegir una víctima a partir de unas coordenadas.
En ese momento Isaac estaba con la guardia baja, así que aproveché para preguntar con contundencia.
-¿Qué han ido a hacer Jana y Henry, Isaac?
-¿Cómo? -
Le cogió totalmente desprevenido, su gesto tornó severo.
-Jana cogió la ficha de una persona, sé que ha ido a Túnez. ¿Quién es? -Hubo silencio. Isaac se fue de la habitación, yo le seguí. Andaba condenadamente rápido por los pasillos. Grité su nombre, empezaba a estar realmente cabreado. Él seguía ignorándome. Terminamos en una sala con las paredes acolchadas y suelo de parqué. Se paró en el centro y cuando me acerqué a él se giró bruscamente y me tiró al suelo.
-¿En serio crees que estás preparado? Ni tu mente ni tu cuerpo pueden asimilarlo. -Me intenté levantar y recibí la suela de su zapato en la cara. Estaba sangrando. -No tienes carácter Gio, no puedes estar aquí. No tienes que estar aquí. - Se tranquilizó un poco, yo no. Cuando me pude levantar intenté recomponer mi orgullo con un puñetazo. Me noqueó.
Me desperté en el piso franco en el que viví cuando llegué a la India. Tenía todas mis cosas y una nota: 'Vuelve cuando puedas encontrarnos'.
Di un golpe en la pared, pero no pensé en irme. Estaba cansado de no tener a dónde ir, estaba cansado de no saber quién era yo, de no tener una vida. Me acordé de mi padre, de Don Carlo y del anciano que me trajo hasta aquí. Sabía qué hacer ahora, pero no cómo conseguirlo.
Vomité, no había comido nada, así que la pastilla que nadaba en el suelo de la habitación, medio desecha, destacó.
Busqué a Isaac, supuse que sería el único a quien podría encontrar de los tres, pero no fue así. No pude dar con él y mi esperanza empezó a ser niebla, una niebla muy densa. En realidad yo no quería encontrarle a él, no quería ser parte de esa mierda, pero sabía que necesitaba estar ahí, lo que dijo Jana era cierto, necesitaba aquello, y ellos no me necesitaban a mí.
Fui a escribir en el sucesario, sin embargo sólo leí las páginas ya escritas. En especial la primera. Era de cuando decidí abandonar a mi padre, sonaba diferente a como debería sonar. Creí recordar que fue una decisión totalmente racional y fría, y que no tuve ningún tipo de remordimiento. La página estaba mojada y las letras cargadas de odio hacia mí mismo, y de miedo a tomar la decisión que tomé. Ni en esa página ni en mi recuerdo estaba la razón por la que huí.
También leí lo que escribí en mi segunda noche en Nápoles. Aquella mujer, Paola, no me resultó nada desagradable cuando la conocí, todo lo contrario. Me había formado recuerdos totalmente opuestos a lo que en realidad sucedía, y no encontraba un significado a todo aquello. Decidí hacer caso a Isaac, volvería cuando pudiera encontrar a la gente de mi pasado, y eso pasaba por encontrarme a mí mismo. Salí de allí con mis pertenencias, pero antes de abandonar la casa arranqué el tapiz y lo doblé cuidadosamente en una maleta. Detrás del tapiz, en el marco, había una carta sin remite, sólo con mi nombre. Sabía que era de Jana, pero no estaba preparado para leer aquello, no lo hice.

16 de diciembre de 2011

IX. Sucesión

Me abordaban demasiadas preguntas que no iban a encontrar respuesta en ese momento, mi mente era un caos absoluto. Aun me dolía la cabeza. Caí justo en ese momento, me levanté con soberbia, acercándome demasiado a Isaac. Susurrando pregunté con indignación el motivo de mi secuestro. Isaac contestó calmado.
-Cálmate Gio, por favor, -Rió. -has salido vivo de ahí abajo, ¿no? Necesitaba poner a prueba tus cualidades, y no me has defraudado. Y no me refiero a que hayas sido capaz de abrir la puerta y subir hasta aquí, me refiero a la tranquilidad con la que has abordado el problema, sin una palabra, sin desesperación ni locura. Has mostrado algo interesante.
Me senté de nuevo, tras unos segundos pensando volví a preguntar.
-¿Se supone que tengo que hacer algo? ¿Me váis a entrenar para algo, váis a olvidaros de mí hasta que me necesitéis? ¿A dónde me váis a mandar ahora, Nueva Zelanda? -Estaba algo alterado, me arrepentí rápido de haber rechazado esa copa.
Jana me pidió que la siguiera. Me llevó a través de un pasillo similar al que unía la sala con las escaleras que llevaban al sótano, entramos en una habitación pobremente iluminada y señaló al mapa del mundo colgado en la pared mientras se dirigía a un archivo del fondo de la habitación. El mapa tenía multitud de chinchetas repartidas por los cinco continentes.
-Ahora no puedes saber nada Gio. Ni siquiera Isaac conoce muchas de las respuestas que necesitas. Ten paciencia, todo tiene su motivo. -Sacó una carpeta y la abrió sobre la mesa, buscando algún papel en concreto. -Ahora mismo sólo estás aquí porque tú lo necesitas, pero nosotros no te necesitamos. Sin embargo, sí necesitamos que lo necesites, así que no está en tus manos decidir si estás o no aquí. ¡Ah! Aquí estás. -Sacó unos cuantos papeles grapados, el primero parecía un currículum, tenía foto, algunos datos personales, no me pude fijar bien, tan pronto como extrajo el fichero lo introdujo en un portapapeles, cerró la carpeta, la guardó en el archivo y, tras unos segundos mirando el mapa, cogió una chincheta que había clavada en el norte de África. -Túnez.
Salimos de la habitación de nuevo y me condujo hacia un claustro interior. Estaba atardeciendo. Había muchísima vegetación, destacaban los tres altos cipreses en el centro que rodeaban una fuente con forma de semicírculo, escoltada por una gran estatua de piedra de lo que parecía ser una deidad griega, o más antigua. Jana se acercó a la fuente y bebió de uno de los conductos que dejaba caer el agua. El pelo se deslizó por su cara dejando al descubierto la parte posterior del cuello, donde podía verse el final de un tatuaje. Estaba demasiado absorto en sus gráciles movimientos como para darle alguna importancia. Continuó cruzando el claustro hasta llegar a dos grandes puertas metálicas que parecían la entrada principal, pues todo el jardín apuntaba hacia allí. Entramos en una enorme sala ovalada de piedra, con estatuas en las paredes y el símbolo, supongo, de la institución en el suelo. El techo era abobedado, con diferentes ventanas que adiviné que iluminaban a las diferentes estatuas y huecos según avanzaba el día. En las paredes había más huecos para esculturas que esculturas, se iban colocando en orden cronológico, no eran dioses ni emperadores, sino gente completamente desconocida, cada una señalando y mirando a su derecha.
Al ver mi interés en las estatuas, Jana me explicó que han sido los principales regentes de la institución a lo largo de toda la historia, 'Los Grandes'. -Ese hueco es para ti. -Dijo señalando al primer hueco vacío de la secuencia. Me acerqué, completamente escéptico, y vi una inscripción con mi nombre al pie del pedestal aun vacío. Me giré para preguntarle por qué, pero no estaba. Me quedé solo, durante un par de horas, intentando asimilar lo que acababa de golpearme. Henry entró en la sala. Me saludó y colocó una mano sobre mi hombro, habló mientras ambos mirábamos al hueco en la pared. -Es jodido, ¿verdad? De repente un día te despiertas encerrado en un sótano de un lugar de la India y por la tarde ya eres el sucesor de algo que no puedes entender. Ven, Isaac quiere verte.
Volvimos a la habitación donde había hablado con él, me volvió a invitar a una copa y le dije que sí. El Bourbon era bastante bueno. Henry salió de la habitación y nos quedamos los dos solos. Esta vez estaba más serio, diferente, no parecía el charlatán de antes, hablaba con precaución y en un tono de preocupación. -Todas tus cosas están en la tercera habitación de la izquierda, por ese pasillo. -Señaló una puerta que aun no había cruzado. -Giovanni, el momento para haberte encontrado ha sido el menos propicio, pero no hay tiempo. Tenemos una situación que se nos está yendo de las manos y no somos capaces de reaccionar. Tienes tres meses para aprenderlo todo, así que date prisa, tu vida es la apuesta en esta partida y todo apunta a que los que estamos de tu lado vamos a perder. Ve a descansar, mañana será duro.

25 de julio de 2011

VIII. Milites Humani

Isaac me invitó a sentarme y empezó a hablar, continuando la conversación que mi irrupción había interrumpido. Hablaba desagradablemente, su voz denotaba ciertos aires de superioridad incontenida, siempre con una sonrisa claramente forzada. Parecía un monólogo, Jana apenas daba su contraria opinión, temía, más que su ira, su palabrería. Henry en ocasiones acotaba el discurso del anfitrión, compartiendo su postura, para ganarse su simpatía. O para zanjar los banales temas con que nos brindaba, enlazándolos aun siendo absolutamente inconexos, sin relación alguna, de una forma abrupta, incluso dejando frases cortadas para volver a continuar otras que dejó así a su vez.
Se levantó y me ofreció una bebida que rechacé con un leve gesto. Se acercó a un cuadro, no muy grande, decuyo marco tiró, permitiendo ver botellas de distintos alcoholes y licores. No sé muy bien qué se sirvió, pero le dio un carácter mucho más interesante tener el vaso en la mano.
-Gio, me encuentro en el deber de plantearte algo, una cuestión que en su momento me asaltó y que nuestros dos amigos ya razonaron.- Sus ojos bailoteaban por la habitación, sin detenerse en nada determinado. Se acercó despacio al sillón y se sentó en su brazo.- Estarás de acuerdo conmigo con que, independientemente del lugar y el tiempo, en el mundo, existen hombres cuya propia esencia alberga el bien o el mal, ¿no?- Jana suspiró. Asentí con la cabeza.- Bien, pero, ¿cómo defines esa esencia?
-Por sus actos, las palabras son volátiles y los gestos demasiado libres de interpretación.
-Exacto. Entonces, en un caso hipotético, si Hitler hubiera dedicado la etapa final de su vida a salvar a judíos de los campos de concentración, con sus propias manos, arriesgando su propia vida, ¿sería un hombre bueno o malo?
-Malo sin duda, su propia esencia le dirigió hacia sus actos de maldad y fueron sus propios actos los que le llevaron a actuar finalmente bien. No podemos afirmar que su esencia sea buena si nace de dichas circunstancias.
-Hmm, quizá no haya sido el ejemplo más apropiado. Olvida a Hitler, pongamos que Gandhi en su ocaso hubiera predicado su mensaje a base de atentados.
-Sería un hombre bueno que ha caído en un estado de locura.
-Entonces ¿cómo aseguras que los actos definen la naturaleza de cada hombre?
-Supongo que no puedo.
-Y si así fuera -apenas esperó la contestación para seguir hablando.- ¿cómo definimos la naturaleza de cada hombre, si no tenemos nada concreto en lo que apoyarnos?
-Haciendo juicio de toda la vida de un hombre, sus actos, palabras, circunstancias, etc.
-Pero los juicios son algo personal de cada uno, si nos apoyamos en un juicio, como colectivo, estamos subyugándonos ante la mente de otro hombre, ante otro hombre. No hay nada concreto, nada colectivo e independiente a los hombres que defina la bondad o maldad de otro hombre. No podemos desde nuestra naturaleza humana decidir quiénes son buenos y quiénes malos.
-Pero aun así lo hacemos.- Empezaba a interesarme lo que decía, no todo era palabrería, pero mi postura era demasiado escéptica. No tenía intención de creer una sola palabra de lo que dijera.
-Exacto, porque intentamos ser dioses. Pero no tenemos ese poder al alcance.
Se incorporó y comenzó a caminar por la habitación. Hizo una pausa, haciendo que pensaba, pero noté que tenía el discurso más que preparado, aun así, no sabía dónde quería llegar con todo aquello. Era buen actor. Cambio el tono de voz, me miró fijamente mientras hablaba por primera vez. Su rostro tornó serio. -¡Somos una institución! Que pervive, en la sombra, durante el inexorable paso del tiempo, desgastándonos, apagándonos poco a poco. Desde el mandato de Solón en la Grecia Antigua existimos, luchando por mantener el equilibrio humano en el mundo, actuando como hombres, pero con la tarea que los hombres delegan en los dioses.
Milites Humani en latín, el nombre en hebreo se perdió hace tiempo.
Mi incredulidad alcanzó límites insospechados, solté una carcajada muda. Henry me miró inquisidoramente.
-Gio, en el mundo de los dioses existen los hombres buenos y malos. Aquí existen individuos que han de preservar el bien común. No importa si Gandhi atentara contra otros hombres si ello hubiera reforzado su mensaje, aunque no sea el caso. No defiendo la violencia. En cada momento hay que actuar según la circunstancia y ello puede conllevar actuar con maldad, aun siendo bueno, para reforzar esa bondad.
Estuvo muy cerca de ofenderme, me exalté de todas formas, lo que me estaba diciendo se acercaba al fanatismo religioso del ateísmo. O lo superaba. Jana me tranquilizó, su voz era dulce, pero muy contundente.
-Gio, no matamos gente. Al menos no sin motivo. Preservamos el equilibrio humano que les empuje a desarrollarse. No es la paz, ni la guerra. Es el conflicto. El conflicto que alcanzó su culmen durante la guerra fría, recompensando a los hombres con un desarrollo sin precedentes con la llamada 'carrera espacial'. No intentamos alcanzar esos límites, pero es el mayor ejemplo de lo que defendemos.
No sé si fueron las palabras o el encanto de las mismas, invadiendo absolutamente mi razón. No sé por qué, pero no hizo falta decir más para convencerme. Mi expresión lo dijo todo. Isaac rió.
-Bienvenido.

8 de mayo de 2011

VII. Oscuridad

El avión aterrizó de madrugada. Tardé menos de media hora en llegar a la dirección del papel. Era una zona comercial, había mercado y la calle se abarrotaba nada más salir el sol. Había una pequeña plaza a medio adoquinar, el barro cubría casi toda la zona. Anduve sorteando a la gente, receloso de los choques con los transeúntes, por lo que iba con las manos sobre los bolsillos casi todo el tiempo. Al llegar a mi destino -el taxi no había podido pasar por esas calles y me indicó dónde lo encontraría- miré con desprecio a un hombre que, en un idioma que no comprendía, supuse que pedía dinero. Subí por unas estrechas escaleras del bloque de pisos y encotré mi puerta con la llave puesta por fuera. Pasé, cogí la llave e intenté encontrar a Isaac. Vacío. Tras meditar lo comprendí, no debía ser yo quien le encontrara, sino al revés.
Estaba bien amueblada, con comodidades innecesarias y adornos propios del país. Había un colorido tapiz de gran tamaño en la habitación principal, en la parte inferior se podía destacar un volcán a la izquierda, al otro lado diferentes deidades hindúes que parecía que danzaban. Toda la zona superior era atravesada por un río que vertía sus aguas por el resto del tapiz. En el centro, el mismo símbolo que había en la hoja que me dio el hombre anciano en Chicago. Había ropa en el armario, pude comprobar que de mi talla. Me instalé y esperé.
Dos meses. No aparecía nadie. Apenas me movía del piso, solamente para comprar víveres. No llegaban facturas ni correo. No pasaba nada. Cambié de idea, debía ser yo quien lo encontrara a él, pero no conocía la ciudad y no sabía dónde podría empezar a buscar. Seguí esperando.
Al quinto mes apareció. Me asaltó en el mercado, mientras volvía con una bolsa con fruta.
-¿Qué tal, Gio?- Su gesto era serio. No recuerdo nada más hasta que me desperté en un lugar oscuro, como un sótano, alumbrado por antorchas; sólo se distinguían las paredes, de ladrillo, y un fuerte y desagradable hedor. Me dolía todo el cuerpo, tenía la boca seca y escuchaba un pitido doloroso que se clavaba en los oídos. Intenté levantarme y caí de bruces contra el suelo.
-Si no has sabido ni encontrarme, ¿para qué te ha mandado?- Se escuchaba a través de unos altavoces colocados por toda la estancia en la parte superior de las paredes. Volví a intentar levantarme, lo logré y me apoyé contra la pared, respirando hondo. Estaba exhausto. -¿Has matado alguna vez a alguien?- Entre el dolor de cabeza, los pitidos y la mala calidad del sonido apenas podía oírle. -Supongo que no, eres muy débil, eres como un niño que...- Dejé de prestar atención. Caminé junto a la pared hasta encontrar una puerta de madera, que estaba cerrada por el otro lado, o demasiado atascada para mi estado. Cogí una antorcha de la pared y exploré el resto de la habitación. Sólo estaba la puerta que no podía abrir. -Buena suerte.- Su tono era jocoso. Me desmayé otra vez. Cuando me desperté me sentí mucho más despejado. Las antorchas apenas se mantenían encendidas. No pensé que me fueran a sacar de aquí así que me di prisa por intentar abrir la puerta, que seguía atascada. No había cerradura ni pestillo, sólo un pomo que no giraba. No tenía nada en los bolsillos y ya sólo quedaban dos antorchas encendidas. Volví a inspeccionar la habitación, pero tampoco hallé suerte.
Se apagaron, estaba a oscuras.
-Gio, se te está enfriando el café.
En ese momento me arrepentí de haber salido de Nápoles, pero la sensación de desesperación duró poco. Rompí el pomo e intenté encontrar la forma de activar el mecanismo. Mientras manipulaba el orificio que había dejado cayó al suelo el pomo del otro lado. La puerta no se abría aun, debía haber un pestillo, pero el hueco que dejé en la puerta era demasiado estrecho para mi mano. Me senté e intenté relajarme.
Durante las dos horas, aproximadamente, que estuve sentado en el suelo de piedra de esa habitación no pensé en nada, ni por qué estaba allí, ni de qué forma saldría, ni en quién pudo matar a Henry. Nada.
Me levanté, cogí la antorcha que había dejado en el suelo al desmayarme y la introduje por el agujero de la puerta, haciendo palanca. Tras un forcejeo se rajó y de un golpe con el hombro pude abrir la mitad, suficiente para salir. Subí por unas escaleras de piedra hasta llegar a una puerta metálica que pude atravesar, entrando en un largo pasillo, con una moqueta gris y las paredes, rojas, sujetando múltiples cuadros, en su mayoría barrocos, de temática religiosa cristiana. Caminé hasta el final del pasillo y, sin atravesar ninguna puerta, como si fuera un recibidor, había una sala amplia, con el mismo tapiz que había en la casa en la que vivía entonces, y un sofá en el que había dos personas. Isaac estaba sentado en un sillón, casi opuesto al sofá. En el sofá, una mujer, bastante delgada, de pelo liso castaño, ojos oscuros y facciones agudas. Parecía europea, de la zona oriental. Isaac me la presentó.
-Gio, ésta es Jana Elva.- Su mirada era penetrante y oscura, no sé si me atraía, no pude fijarme, me anuló por completo, casi me hipnotizó. Agradecí enormemente que apartara la mirada, suavemente, mirando hacia abajo y sonriendo levemente. Entonces pude fijarme en quién estaba a su lado. No me sorprendió.
-Y él es Henry Cotton.

6 de mayo de 2011

VI. Cabos sueltos

Pasaron tres días y no me moví de mi cama.
Registré aquella casa antes de salir de allí. Estaba vacía. No había ni sábanas, sólo un edredón cubierto de polvo cuidadosamente doblado sobre un colchón mugriento. El olor no era nada desagradable, quizá por los huevos, que habían reventado, pero ni cerca del cadáver olía fuerte; lo habría tocado para saber si aun estaba caliente, pero, no se por qué, no pude tocarlo después de conocer su identidad. Guardé el pasaporte y, ya de noche, volví a mi apartamento.
No lo escribí en el cuaderno. Escondí la identificación de Henry detrás de la nevera e intenté dormir. Tres días sin pegar ojo, otra vez.
No dejaba de darle vueltas, Henry Cotton... ¿por qué ese nombre? ¿por qué me atracó a mí? ¿por qué cojones le seguí? Ni siquiera sabía qué iba a decir o hacer cuando me encontrara con él. Y lo más importante, ¿en qué mierda estaba pensando para coger el pasaporte, registrar la casa, salir de allí y no llamar a la policía? Creo que tengo un problema, más allá de mi desequilibrio mental.
Se me ocurrió mirar el pasaporte. Había estado en India, Uganda, Nueva Zelanda, Italia y EEUU, recientemente, llevaba dos años viajando.. Tenía cincuenta y tres años. ¿Qué le habría sacado de Reino Unido, si antes no había movido un pié del país? Supongo que estaría huyendo de su verdugo. Pero, ¿por qué se llamaba Henry Cotton?
Me levanté y calenté unos macarrones con queso de la semana pasada, me serví un vaso de leche y cuando me dispusé a comer llamaron a la puerta.
Llamaron a la puerta. Obviamente, no solía tener visitas. Me invadió una sensación de pavor, superada por una racionalidad y seguridad abrumadoras. Abrí y entró un hombre sin decir nada. Tendría más de setenta años. Se bebió el vaso de leche y se sentó en la única silla que había en la habitación.
-Gio, esto te supera.- Casi susurraba.
-¿Qué?
-Pero supongo que ya no hay vuelta atrás. Henry huía. Te atracó intentando que le denunciaras, le capturaran y le encerraran una temporada. Pensó que en la cárcel estaría a salvo. No obstante, se equivocaba, pero lo intentó.
-¿Quién era?- No le sentó muy bien que le interrumpiera, aunque de todas formas contestó.
-Henry Cotton.- No fue de mucha ayuda, desde luego. Siguió hablando. -Es irrelevante, ahora está muerto. Gio, supongo que tienes demasiadas preguntas que podría resolverte, pero sé que no vas a insistir, así que te diré lo esencial. El hombre al que seguías hace unos meses te seguía a ti, quería involucrarte en esto y yo pude impedirlo temporalmente. Tampoco fue accidental que le bautizaras como Henry Cotton.- ¡¿Cómo sabía eso?! -Se llama Isaac Dhaorj. Irás a verle, está en Nueva Delhi.
Me dio un sobre cerrado. -Ahí está tu billete, algo de dinero y cuatro cosas que debes tener en cuenta. Sales mañana a las nueve de la noche. Cambiando de tema, no te preocupes por Henry, no le echará nadie de menos, y jamás encontrarán el cadáver. Coge también su pasaporte.
Se levantó y se dirigió a la puerta, cuando se disponía a salir se giró pensativo, como si se le hubiera olvidado algo, pero era demasiado forzado como para que no fuera premeditado. -Por cierto Gio, no puedes huir.
Cerró la puerta tras de sí. Lo que sentía era casi júbilo, me dio la sensación por primera vez de que era parte de algo, aunque predecía que no iba a ser agradable. Me costaba ver con claridad, llevaba bastante sin dormir, y la realidad parecía difusa. No me había dicho su nombre y no me di cuenta hasta que decidí relatar lo ocurrido en el sucesario, ahora sí, desde el atraco. En el papel con las indicaciones especificaba que Isaac era Israelí, que, aun siendo quien era yo, no confiaría en mí facilmente y que era un hombre muy susceptible. Además indicaba una dirección. Debería tener cuidado. Abajo a la derecha había un pequeño símbolo, parecido a un blasón: una cruz verde de tres extremos, como si hubieran borrado el inferior, alrededor de la cruz una soga gris la rodeaba en forma de semicircunferencia. El fondo era ligeramente ocre, con forma triangular.
No dudé en subirme a ese avión.

Volando pude dormir, apenas recuerdo nada del viaje.

1 de mayo de 2011

V. Whisky

Se fue.
En realidad nunca estuvo, así que nunca se fue, pero creó la misma sensación de vacío.

Empecé a trabajar en una gasolinera, cerca, no necesitaba coche. Tenía el turno de noche, por lo que me dedicaba a vender whisky barato y empapar los pasillos con una fregona cuyo negror sólo era superado por el del agua del cubo.
Entró un hombre. Su ligero sobrepeso, barba poblada y camisa de leñador evidenciaban la evidencia: era del sur. No había ningún camión fuera, lo que era más probable. De hecho, no había ningún coche; habría venido a por whisky. Cogío una botella de Johnny Walker y me pidió una cajetilla de Red Apple. Cuando me giré para coger el tabaco escuché el arma en mi nuca. Sonreí, agarré el tabaco y me giré. El tipo estaba nervioso, la cámara de seguridad le apuntaba directamente a la cara y ni se dio cuenta.
-Dame la caja capullo italiano.
Me reí, ¿cómo sabía que era italiano? Le dí la cajetilla de tabaco.
-El puto dinero, subnormal.- Gritó. Su voz era ronca, sudaba y parecía borracho, pero creo que el atraco no era la causa de su embriaguez, sino al contrario. Le di los trescientos veinte dólares que había en la caja, los cogió torpemente y se fue, tirando la botella de whisky al suelo.
Le seguí. No por venganza, ni por el dinero que tendría que poner en la caja, aún me sobraba, trabajaba sólo para sacar al inolvidable Henry de mi cabeza. Le seguí por principios, si es que aun me quedaba alguno. Vivía tres calles más abajo que el Brunham, un viejo hotel abandonado.

Ya dormía, cinco horas como mucho, pero podía pensar con claridad. Era mi noche libre así que la tarde posterior al atraco no tenía mejor oficio que ir a hablar con el sureño. Llamé al telefonillo, Gio el electricista entró a la primera, sorprendente. Subí por las escaleras, el portal estaba limpio, las puertas, con detalles plateados, denotaban una leve opulencia, pese a la antiguedad del edificio. En el tercero me encontré una puerta abierta y un fuerte olor a... ¿huevos cocidos?
No sé por qué entré. Tuve la misma sensación que al subirme al coche de Don Carlo. Estaba oscuro, las habitaciones se distribuían a ambos lados de un corto pasillo, alternativamente. La primera, a la izquierda, descubría una gran cacerola sobre una cocina de gas. La segunda, a la derecha, una televisión encendida y un sureño muerto sobre el sillón, con varias latas de cerveza vacías en el suelo. La reacción lógica habría sido salir corriendo, llamar a la policía anónimamente desde una cabina y volver al apartamento. La segunda reacción lógica fue registrar los bolsillos del hombre, encontrando el pasaporte británico de Henry Arnold Cotton.

9 de agosto de 2010

IV. H.C.

Frecuentemente bajaba por el boulevard, sobre las nueve de la noche, para respirar de la ciudad, del agua que no dejaba de caer, de los bloques de apartamentos con las paredes desconchadas por el paso de los años. Caminaba con un chubasquero, despacio, mirando cada rostro de la corriente humana que cruzaba. Todos andaban deprisa, golpeándome en el hombro sin inmutarse. Me ignoraban, alguno mantenía la mirada para rápidamente olvidar mi existencia. Hombres con maletines vacíos, mujeres con medias rotas, vagabundos… gente fascinante. Cada cara era un mundo y ninguna duraba en mi mente más de cinco segundos. Seguía buscando sin esperanza uno diferente, una expresión de calma y tranquilidad contagiosas, o quizá unos ojos inquietantes o un atuendo aterrador. No lo sé.

Cada noche bajaba un poco más, tardaba más en darme la vuelta y dirigirme a casa. Estaba ansioso por encontrarle. Mi tiempo se resumía en esa persona, cuando no paseaba pensaba en pasear, cuando comía sólo era para buscarle. Seguía sin pegar ojo.

Los domingos iba al teatro, costumbre que adquirí en Nápoles. Iba por obligación, lo odiaba, de hecho no prestaba atención a la obra, sólo a los personajes. Pero iba, tenía miedo de lo que pasaría si no lo hacía, de cómo ocuparía yo el tiempo. Aun no trabajaba, me sostenía el parné tomado de los italianos, y dados mis gastos, aún duraría varios meses más.

El recorrido era siempre el mismo, caminaba rápido las dos manzanas que me separaban del boulevard, casi corriendo, y una vez allí me detenía.

Tardé tres meses y veinte días en encontrarle. Le vi por primera vez a la altura del número 143, serían las once y media. Tenía un aura de triunfo inquietante, era superior al resto. Se movía con gracia, con la mirada cansada pero firme, con el sombrero calado hasta las cejas, oscureciendo casi la totalidad de su rostro. No le importaba mojarse, llevaba paraguas pero no lo abrió cuando comenzó a llover. No esquivaba a nadie, pero nadie chocaba nunca contra él, a veces daba la sensación de que atravesaba como una sombra sutilmente la muchedumbre que allí se aglomeraba. Era jueves.

Al día siguiente no le vi, ni el sábado. Tuve que esperar al martes para reencontrarme con él, en el mismo sitio y hora. Mi emoción tornó en euforia, y la euforia en obsesión. Comía cuando tenía hambre, y esto ocurría muy pocas veces. He llegado a pasar tres días sin probar bocado.

Todos los días salía a verle pasar, excepto los domingos. No sabía quién era y a la vez no necesitaba conocerle porque ya lo sabía todo de él. Tras dos semanas decidí seguirle, para ver hacia donde se dirigía, aunque solía perderle en menos de veinte metros. Era enero y la lluvia dejó su paso a la nieve, nieve sucia, marrón, casi agua a esas horas. No sé qué sería, abogado o periodista quizá.

Pasé los meses inventándole una vida, relacionando cada movimiento, cada arruga o cada prenda con cualquier pasado. Decidí llamarle Henry, le pegaba el nombre. Henry Cotton. Tras mediados de abril no le volví a ver.

23 de junio de 2010

III. Chicago

Me desperté. Después de siete años aún no me había acostumbrado al incesante palpitar de la gotera del dormitorio, que aterrizaba en un abollado cubo de latón. Las 5:14. Me incorporé y llevé las manos al rostro. Tanto tiempo y seguía pareciéndome extraño todo aquello, era como un virus que tras acomodarse en mi vida crece, consumiendo poco a poco, extendiendo la apatía. Las paredes me asqueaban, el agua sabía a rata, las sábanas eran ásperas y el olor insoportable. Hice la maleta, con un traje y unos pocos harapos que había en mi armario. Cogí dinero, eso nunca me faltó, y llamé a un taxi. Mientras lo esperaba escribí unas frías palabras para mis anfitriones, para que no me siguieran. ¿Por qué me iba ahora?, no lo aguantaba más, sí, pero ¿por qué justo ahora?, podría esperar a encontrar un destino y huir entonces, pensarlo detenidamente para no tener que arrepentirme, quizá fuera una crisis. No. Las luces iluminaron la habitación y yo bajé, dejando a Samuel la carta, doblada. No la leyó, por lo menos hasta que me fui.
Monté en la parte trasera. Un suave "al aeropuerto" fue toda la conversación. Le pagué lo justo. Con la mirada gris y sin bajar la cabeza me dirigí a la ventanilla. Chicago sería mi destino. En el avión, escribí.

Sucesario...página 23 25/9
...El avión ha tardado dos horas en despegar. Un hombre tosco, con el pelo enmarañado y barba de tres días se ha sentado a mi lado. Lleva un periódico deportivo. Le agradezco que no diga nada. No pego ojo.
Ha amanecido. Sobrevolamos el Atlántico, sólo veo agua, la inmensidad del océano cubre mi mente hasta que la azafata me ofrece algo que rechazo sin saber qué es. El insomnsio me está matando.
Por fin tierra, no sé qué hora es, pero parece tarde. No he comido nada.

Al salir es todo gris. He alquilado un apartamento, es pequeño y las vías pasan junto a él. Aquí no se puede dormir, aunque para mi ya no es problema. Oigo gritos y un portazo, sirenas, un perro aullando y coches que atropellan charcos. El baño tiene un color amarillento repugnante, el espejo está roto y no hay agua caliente. Es mi sitio.

12 de junio de 2010

II. Napoli

Me despertó un intenso olor, el azufre penetró rápidamente en el coche. Era de noche. Don Carlo bajó, yo le seguí. El silencio y la oscuridad envolvían la escena con una atmósfera de angustia. Entramos por una gran verja de hierro y nos dirigimos hacia un pequeño caserío con un par de luces amarillas en las ventanas. Un relincho rompía la armonía de la noche. Estaba perdido, miraba todo, a la espera de reconocer algo, de encontrar algún elemento de esta extraña situación en el que poder apoyarme. Al llegar a la puerta un hombre delgaducho, nervioso por cómo se movía, saludó a Don Carlo y me miró con extrañeza.
Me restregué los ojos, no había tenido tiempo de despertarme. Entré junto a Carlo, incluso después de superarle seguía notando la mirada recelosa del hombre delgado. Paró al llegar a una enorme puerta doble, blanca con detalles dorados. La luz escapaba entre las hojas y el marco. Se volvió y me dijo que esperara, yo asentí. Cerró la puerta y esperé. Escuchaba murmullos apagados, no les presté atención. Permanecí inmóvil, intenando observar los detalles del oscuro recibidor. La alfombra era muy gruesa, me incomodaba la idea de poder mancharla con los zapatos. Allí era todo impoluto, perfecto. Había cuadros colgados, otras dos puertas y una escalera, de la que brotaba un leve haz de luz.
-¡Pasa!
Me quedé inmóvil mirando a la puerta, ¿se referiría a mí?. Sabía que sí, pero no estaba preparado para cruzar aquella puerta. Tampoco para no hacerlo. Esperé.
Se escucharon más murmullos y la puerta se abrió.
-Te he dicho que pases, Gio.- Ni si quiera me miró a la cara. Abrió, se giró y habló.
Entré.
Observé la sala. La luz invadía cada recoveco de la habitación. La decoración era perfecta, no había nada que desentonara, cada objeto estaba colocado a conciencia. Una mujer sentada en un sillón rojo, casi de terciopelo, me miraba con interés. Don Carlo salió por la puerta opuesta a la que daba al recibidor. No le volví a ver en toda la noche. De hecho, no le ví en lo que quedaba de semana.
La mujer se levantó al ver que la miraba. Con una sonrisa extrema, casi aterradora, se acercó y me dio dos efusivos besos. Yo permanecí inmóvil.
-Gio entonces, ¿eh?. Yo soy Paola. Un placer.- Su belleza era inegable, pese a las arrugas bajo las que escondía su rostro.
-Encant...- No me dejó hablar, ya la volvía a tener encima besándome como una madre al hijo que reencuentra después de veinte años.
-Ya conoces a mi marido, te encantará esto, ya verás. Te he matriculado en el colegio, el lunes empiezas. ¿Has comido algo? Debes estar hambriento.
-No tengo hambre.- Era mentira, pero me mareaba la velocidad con la que parloteaba, no sabía qué responder, por lo menos me aseguré una noche corta.
-Bueno, estarás cansado, mañana te contaré todo lo que quieras saber. ¿Te gusta la decoración?- Entró en la sala el hombre delgado.- Oh, este es Samuel, ya le has visto antes en la entrada. Te acompañará a tu habitación. Tienes que descansar, mañana encontrarás ropa limpia, quítate esos harapos.-
Era lo más parecido a una madre que había tenido en mi vida y ya la odiaba. Me repugnaba como hablaba, me trataba como si fuera un pobre niño desvalido en busca de su mamá. No soy el jodido Marco.
Samuel me dijo donde estaba mi habitación y salió a la puerta principal. Subí las escaleras. La luz del pasillo estaba encendida. El largo corredor, que solo tenía puertas en el lado derecho, seguía tras girar a la izquierda. No quise descubrir que habría en otra habitación que no tuviese la puerta abierta. La segunda era el baño. Entré en la tercera y cerré. Me tumbé sin sueño, había hecho 700 kilómetros dormido. Me dormí al instante.

26 de mayo de 2010

I. Gio

Giovanni Bonnet, mi nombre no me identificaba, no sentía nada al oirlo y era inútil conocerlo. De padre francés y madre puta, no fue una infancia feliz, ni dura, ni siquiera fue infancia, sólo un tránsito, intrascendental, apático, gris.
Mi interés por la vida, si es que alguna vez tuve, desapareció rápida y sutilmente. A los trece años ya no tenía vida, tan solo un cuaderno- que usaba a modo de diario circustancial, por llamarlo de alguna manera, era un "sucesario"- un bolígrafo rojo que me pareció necesario tener y un pequeño petate gris. Mi padre no se molestó en buscarme, si algo bueno tenía es que sabía cuando había perdido, aunque esta vez quizá fue demasiado pronto.
No me arrepiento. Las calles de Milan fueron el mejor remedio a mi ingenuidad, no sabía freir un huevo, me mantenía el parné de los turistas, descuidado inocentemente en los bolsillos de sus chaquetas. Don Carlo resultó especialmente productivo, demasiado diría yo. Y cierto fue, no tardé en conseguir un billete a Nápoles de la mano del Cappo más bipolar que conozco.
Me sorprendió no convertirme en adoquín milanés en ese instante, el Don tan sólo me asió de la solapa y comenzó a hablar:
-Una pequeña mierda que no me llena ni la suela del zapato me roba la cartera y no suplica por su vida.- hablaba despacio, sin variar el ritmo ni el tono, como un actor que se aprende su papel y lo recita sin ensayar, sin saber que está diciendo, como un mero peón del guión.- Deberías estar llorando, asustado, inquieto.- Continuaba la verborrea, que apenas escuchaba, mi mirada se mantenía fija en sus ojos, que bailoteaban entre los transeúntes. Realmente, mi condición apaciguaba los efectos del pavor, sabía qué era y sabía qué podía esperarme, no era indiferente, pero guardé mi compostura, no sé muy bien por qué, pero pese al inevitable miedo, no me importaba lo que pudiera hacer. Mi atención estaba más centrada en la imagen que me daba que en lo que decía.- ¿Cómo te llamas chico?
-Gio.- No necesitaba saber más, no quería saber más.
Continuó parloteando, apenas escuché. Llegó un coche blanco y subí, no se por qué lo hice, pero subí.
Consiguió descubrir mi nombre completo al leerlo en la tapa del cuaderno, que saqué para relatar lo ocurrido, no dijo nada. A partir de ahí poco me servían las impresiones que había adquirido. No habló en todo el viaje, algo que agradecí.
Nunca supe qué hacía en Milan, ni por qué yo iba a Nápoles en ese instante. No quise saberlo.
Sólo sabía que mi vida había cambiado, ni para bien ni para mal. Había renacido.