8 de mayo de 2011

VII. Oscuridad

El avión aterrizó de madrugada. Tardé menos de media hora en llegar a la dirección del papel. Era una zona comercial, había mercado y la calle se abarrotaba nada más salir el sol. Había una pequeña plaza a medio adoquinar, el barro cubría casi toda la zona. Anduve sorteando a la gente, receloso de los choques con los transeúntes, por lo que iba con las manos sobre los bolsillos casi todo el tiempo. Al llegar a mi destino -el taxi no había podido pasar por esas calles y me indicó dónde lo encontraría- miré con desprecio a un hombre que, en un idioma que no comprendía, supuse que pedía dinero. Subí por unas estrechas escaleras del bloque de pisos y encotré mi puerta con la llave puesta por fuera. Pasé, cogí la llave e intenté encontrar a Isaac. Vacío. Tras meditar lo comprendí, no debía ser yo quien le encontrara, sino al revés.
Estaba bien amueblada, con comodidades innecesarias y adornos propios del país. Había un colorido tapiz de gran tamaño en la habitación principal, en la parte inferior se podía destacar un volcán a la izquierda, al otro lado diferentes deidades hindúes que parecía que danzaban. Toda la zona superior era atravesada por un río que vertía sus aguas por el resto del tapiz. En el centro, el mismo símbolo que había en la hoja que me dio el hombre anciano en Chicago. Había ropa en el armario, pude comprobar que de mi talla. Me instalé y esperé.
Dos meses. No aparecía nadie. Apenas me movía del piso, solamente para comprar víveres. No llegaban facturas ni correo. No pasaba nada. Cambié de idea, debía ser yo quien lo encontrara a él, pero no conocía la ciudad y no sabía dónde podría empezar a buscar. Seguí esperando.
Al quinto mes apareció. Me asaltó en el mercado, mientras volvía con una bolsa con fruta.
-¿Qué tal, Gio?- Su gesto era serio. No recuerdo nada más hasta que me desperté en un lugar oscuro, como un sótano, alumbrado por antorchas; sólo se distinguían las paredes, de ladrillo, y un fuerte y desagradable hedor. Me dolía todo el cuerpo, tenía la boca seca y escuchaba un pitido doloroso que se clavaba en los oídos. Intenté levantarme y caí de bruces contra el suelo.
-Si no has sabido ni encontrarme, ¿para qué te ha mandado?- Se escuchaba a través de unos altavoces colocados por toda la estancia en la parte superior de las paredes. Volví a intentar levantarme, lo logré y me apoyé contra la pared, respirando hondo. Estaba exhausto. -¿Has matado alguna vez a alguien?- Entre el dolor de cabeza, los pitidos y la mala calidad del sonido apenas podía oírle. -Supongo que no, eres muy débil, eres como un niño que...- Dejé de prestar atención. Caminé junto a la pared hasta encontrar una puerta de madera, que estaba cerrada por el otro lado, o demasiado atascada para mi estado. Cogí una antorcha de la pared y exploré el resto de la habitación. Sólo estaba la puerta que no podía abrir. -Buena suerte.- Su tono era jocoso. Me desmayé otra vez. Cuando me desperté me sentí mucho más despejado. Las antorchas apenas se mantenían encendidas. No pensé que me fueran a sacar de aquí así que me di prisa por intentar abrir la puerta, que seguía atascada. No había cerradura ni pestillo, sólo un pomo que no giraba. No tenía nada en los bolsillos y ya sólo quedaban dos antorchas encendidas. Volví a inspeccionar la habitación, pero tampoco hallé suerte.
Se apagaron, estaba a oscuras.
-Gio, se te está enfriando el café.
En ese momento me arrepentí de haber salido de Nápoles, pero la sensación de desesperación duró poco. Rompí el pomo e intenté encontrar la forma de activar el mecanismo. Mientras manipulaba el orificio que había dejado cayó al suelo el pomo del otro lado. La puerta no se abría aun, debía haber un pestillo, pero el hueco que dejé en la puerta era demasiado estrecho para mi mano. Me senté e intenté relajarme.
Durante las dos horas, aproximadamente, que estuve sentado en el suelo de piedra de esa habitación no pensé en nada, ni por qué estaba allí, ni de qué forma saldría, ni en quién pudo matar a Henry. Nada.
Me levanté, cogí la antorcha que había dejado en el suelo al desmayarme y la introduje por el agujero de la puerta, haciendo palanca. Tras un forcejeo se rajó y de un golpe con el hombro pude abrir la mitad, suficiente para salir. Subí por unas escaleras de piedra hasta llegar a una puerta metálica que pude atravesar, entrando en un largo pasillo, con una moqueta gris y las paredes, rojas, sujetando múltiples cuadros, en su mayoría barrocos, de temática religiosa cristiana. Caminé hasta el final del pasillo y, sin atravesar ninguna puerta, como si fuera un recibidor, había una sala amplia, con el mismo tapiz que había en la casa en la que vivía entonces, y un sofá en el que había dos personas. Isaac estaba sentado en un sillón, casi opuesto al sofá. En el sofá, una mujer, bastante delgada, de pelo liso castaño, ojos oscuros y facciones agudas. Parecía europea, de la zona oriental. Isaac me la presentó.
-Gio, ésta es Jana Elva.- Su mirada era penetrante y oscura, no sé si me atraía, no pude fijarme, me anuló por completo, casi me hipnotizó. Agradecí enormemente que apartara la mirada, suavemente, mirando hacia abajo y sonriendo levemente. Entonces pude fijarme en quién estaba a su lado. No me sorprendió.
-Y él es Henry Cotton.

No hay comentarios:

Publicar un comentario